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La pasajera casual | Cultura

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Regreso en tren a Barcelona. Y la vecina de asiento, al hablarme de las 200 obras urbanas que están bloqueando con saña la ciudad, me lleva a recordar que Eduardo Mendoza sostiene que Barcelona ha cambiado su ADN y hoy los barceloneses somos como los indios de una reserva, y todo lo demás ya es turismo. Y de algún modo lo aprueba, dice, porque íbamos camino de ser una aburrida ciudad de Corea del Norte.Más informaciónEstamos ya entrando en Barcelona, donde mañana se celebra el Día del Libro. Y la vecina de asiento, al enterarse de que escribo, quiere saber si un novelista prefiere ser rico antes que pobre. Pregunta desconcertante. En mi afán por responderle, me complico la vida al asociar riqueza con popularidad (seguro que la culpa la tiene Trump) y acabo diciéndole que los escritores obviamente prefieren ser ricos, pero a ningún autor genuino le interesa la popularidad en sí.A ver, a ver, dice, repítalo usted. Y enseguida me doy cuenta de que puedo haber caído en un malentendido, tal vez en el malentendido original, aquel que, como decía el otro día un barcelonés de reserva india, será nuestra ruina. Aun así, repito el error y, además, le digo a ella, a la pasajera casual, que la popularidad en literatura es como salir con sol radiante y regresar bajo la lluvia. Y para aclararle mejor esto, recurro a un sucinto y malicioso aforismo de Jules Renard: “Un escritor conocidísimo el año pasado”.Ya entiendo, dice la pasajera casual, un día estás arriba y al otro en un charco del Día del Libro. Tan cierto, pienso, como que, a pesar de que a ningún autor genuino le interese la popularidad en sí, suele necesitar para su buen ánimo que otros aprueben sus obras y así disponer de una cierta seguridad a la hora de escribir. Y de ahí es de donde tal vez surja el problema de fondo, porque aquellos a los que el autor genuino ha leído y respeta y podrían aportarle seguridad porque son de parecida cuerda no solamente no son muchos, sino que, además, le indican compasivamente que está condenado a ser minoritario.Ante esto, ¿qué puede hacer uno? ¿Acordarse de Juan Benet cuando hablaba de su “prestigio propio”? O calmarse al pensar que, a fin de cuentas, solo sería deseable una cierta popularidad si en el mundo la imaginación y la inteligencia se repartieran equitativamente entre las personas. Y como eso, según van las cosas, no tiene aire de ocurrir nunca, la salvación podría hallarse en alegrarse de haber alcanzado una “popularidad propia”, fundada en la convicción de que son horrendos los tan en boga hoy relatos sinceros, “narraciones veraces de traumas vividos” y toda esa parafernalia que trata de ocultar que todo gran escritor es un embaucador, como lo es la tramposa archiembaucadora Naturaleza.Estoy viendo pasar por la ventanilla la veloz vista engañosa de la entrada de Barcelona cuando observo cómo la pasajera casual ríe, ríe mucho, quién sabe si consciente de pronto de que lleva rato formando parte de la architramposa Naturaleza.


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