Y una triste noticia cruzó el océano con alas negras: la muerte de Bob Wilson. Fue de madrugada, sin despertar del sueño, en su habitación del Watermill Center, laboratorio interdisciplinario que él mismo fundó en 1992 para las artes y las humanidades, un espacio concebido para arriesgarse a hacer lo que aún no se ha hecho.Más informaciónEste 31 de julio, justo el día en que empezaba una nueva edición del Open House del centro —un verano más, abriendo sus puertas a la comunidad local y a los visitantes para recorrer libremente sus espacios, talleres, instalaciones y performances—, se posó la noticia. Lo que más le entusiasmaba —invitar a artistas de todas las disciplinas a experimentar— no se interrumpió a pesar de la fragilidad de los últimos días: cuentan que expresó su deseo de que los actos de celebración previstos no se cancelaran.Tal vez escribir estas palabras sea ahora, para mí, una forma del consuelo. Pero lejos de la oscuridad de un obituario, se impone la voluntad de celebrar su gran legado. No solo por su manera única de hacer teatro, sino, sobre todo, por su modo único de aproximar al espectador a la escena, descubriéndole un gesto irreal y diferente, vuelto tiempo ensimismado.Más de una vez lo escuché citar a Ezra Pound: “La quietud es la cuarta dimensión”. Eso ha de ser y seguir siendo, mientras recordamos su peculiar y eterno “Go!”, que con frecuencia oíamos en los ensayos del inconfundible Absolute Wilson al iniciar una escena diamantina con toda la luz.Frederic Amat con Bob Wilson en Barcelona, en 1986.Archivo Frederic Amat (cortesía)Sus amigos disfrutábamos cuando en una reunión o sobremesa nos deleitaba con admiración por Montserrat Caballé, interpretando con sus gestos la danza de los siete velos de la ópera Salomé de Richard Strauss, que presentó con éxito en La Scala de Milán. O al hablarnos de su montaje en París del Winterreise, de Schubert, aquel fatídico 11 de septiembre, cuando la gran Jessye Norman se sintió incapaz de cantar. Bob logró animarla a salir a escena, pero a los pocos minutos ella rompió a llorar. Detuvo la música y, en silencio, el público lloró con ella.Para Bob una simple hoja en blanco era ya un escenario donde escribir con caligrafía performativa, mensajes, carteles, faxes… El papel: un territorio donde trazar sus constelaciones personales de letras dibujadas en distintos tamaños, con intermitencias y desplazamientos.En 2013 en Nueva York concebimos una colaboración editorial con el poema Seven Days, de Mark Strand, que plasmamos con imágenes mías y las caligráficas escenas de Bob Wilson, que hacía danzar el poema con sus letras. En 1971 yo aún no tenía veinte años cuando llegó a mis manos un programa de Le Regard du Sourd (La mirada del sordo), presentado entonces en Nancy, con gran expectación. Tengo esa imagen ahora frente a mí: una enigmática joven negra, sentada en una composición sintética, con un gran faldón negro y un cuervo en las manos. Dibujo-carta de Frederic Amat a Bob Wilson, 1999.Años más tarde, en 1985, con motivo de un congreso de teatro, Bob Wilson fue invitado a Barcelona. Aquellos días nos conocimos y nació una amistad que duraría décadas y continuará.Mi interés como espectador me ha llevado a seguir sus montajes y exposiciones en muchas ciudades. A sus poco más de cuarenta años, aquel referente del teatro ya proponía en sus obras que la palabra hablada cediera paso a representaciones no verbales y afirmaba que lo que él realmente hacía era estructurar paisajes arquitectónicos.Siempre me fascinó su fluida intuición escénica, que a menudo expresaba mediante improvisados storyboards en cualquier hoja a mano. Al mismo tiempo, demostraba un rigor sistemático para planificar sus propuestas con la intención de invitar al público a entrar en un estado de contemplación y encantamiento.Frederic Amat con Bob Wilson, en otra fotografía tomada en Barcelona.Archivo Frederic Amat (cortesía)En 1986 Bob regresó a Barcelona con el prólogo del cuarto acto de La mirada del sordo, que él mismo interpretaba. A un lado del escenario, un niño adormecido. Bob, con el rostro maquillado de negro como su traje victoriano, cruzaba la escena en poco más de una hora con un vaso de leche en la mano.Aquella noche tuve la oportunidad de acompañarlo y hoy me resulta difícil olvidar la exasperación del público ante la pasmosa lentitud escénica: provocó silbidos, gritos y monedas arrojadas al foso del Teatre Grec de Montjuïc.Con el tiempo llegaron a la ciudad otros espectáculos memorables de Wilson y tuvieron mejor recepción. En marzo de 2024 se presentó en el Gran Teatre del Liceu de Barcelona su versión de El Mesías de Händel (adaptación en alemán de Mozart), dirigida por Josep Pons. El público, en pie, celebró la función con bravos y aplausos. Y Bob recordó que el primer teatro de ópera que pisó en su vida fue precisamente el Liceu, cuando vino a Europa de iniciático viaje estudiantil. A riesgo de ser imprudente, pero no puedo olvidar la respuesta escénica y poética de hace unos años cuando se le preguntó cómo le gustaría que fuera su velatorio:“Bajo una montaña de vidrios rotos y con very polished shoes”.Frederic Amat es artista visual y escenógrafo.
Bob Wilson, el hombre luz | Cultura
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