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Los oligarcas tecnológicos imponen su profecía | Ideas

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Presenciar la profusión de ideas audaces, con frecuencia desconcertantes y en ocasiones espeluznantes de la élite tecnológica estadounidense, es apasionante y produce confusión. La sobredosis de soluciones de Silicon Valley ha inflado una burbuja de ideas comparable con las burbujas financieras: un mercado en el que los grandes relatos se revalorizan más deprisa que las opciones sobre acciones.Pensemos en las herejías de inversores como Balaji Srinivasan y Peter Thiel. El primero, con su idea del “Estado en red”, visualiza feudos administrados por blockchain, de ciudadanos a la carta y policía de pago, mientras que el segundo sueña con plataformas oceánicas en las que los ricos puedan flotar fuera del alcance del Gobierno.Más informaciónPor su parte, Sam Altman redacta borradores planetarios para la (no) regulación de la IA, mientras que los acólitos de las criptomonedas (Marc Andreessen, David Sacks), los aspirantes a colonizadores celestiales (Musk, Bezos) y los evangelistas nucleares (Bill Gates, Jeff Bezos, Altman) ofrecen sus propias soluciones grandilocuentes y fascinantes a problemas de origen aparentemente desconocido.Pero también les preocupan, cada vez más, temas más terrenales, como la política exterior y la defensa. Eric Schmidt ha escrito dos libros con Henry Kissinger y colabora con publicaciones como Foreign Affairs. A Alex Karp, de Palantir, le gusta jactarse de ser el aguerrido David en lucha contra los Goliat despilfarradores del Pentágono.Como consecuencia, las especulaciones sobre el futuro de la guerra, antes competencia exclusiva de los “intelectuales expertos en defensa” que mascullaban entre ellos en RAND Corporation [un think tank creado en 1948], se han transformado en un espectáculo de masas. Los “intelectuales específicos” de RAND Corporation que se granjearon el respeto gracias a sus conocimientos técnicos especializados, ahora resultan pintorescos. ¿Cómo van a estar a la altura de las fanfarronadas de Palmer Luckey, el niño prodigio de la realidad virtual convertido en contratista de defensa, que se pavonea en las entrevistas y proclama que es “un propagandista” dispuesto a “retorcer la verdad”?En este panteón reordenado, el sobrio analista de la Guerra Fría ha dejado paso a un nuevo arquetipo, el fundador de empresas tecnológicas: espectacularmente rico, pendiente de su fama e ideológicamente desvergonzado; más “oferta pública” que “intelectual público”.No hay que despreciar a estos pensadores de nuevo cuño. Para empezar, producen ideas con una eficiencia propia de una cadena de montaje: sus entradas de blog, podcasts y artículos de Substack tienen la sutileza de un tren de mercancías. Y sus “opiniones polémicas”, aunque llenas de vulgaridad, suelen basarse en tradiciones filosóficas concretas. Y están llenos de aciertos extraños e improbables: [el economista alemán] Albert O. Hirschman seguramente se sorprendería al ver que el poderoso análisis de su obra Salida, voz y lealtad alimenta campañas para construir Estados en red, ciudades privadas y colonias marinas. Los cacareados devaneos de Thiel con Leo Strauss y René Girard no son más que una rama de este árbol genealógico de la filosofía. Otra rama, más robusta, corresponde a Karp, cuya tesis doctoral sobre Adorno y Talcott Parsons sirve hoy como contrapeso intelectual del imperio de la vigilancia de Palantir. Adorna siempre con citas eruditas sus comunicaciones con los inversores; en una de las más recientes figuraba Samuel Huntington. Sin embargo, por alguna razón, la realpolitik para optimistas que ofrece Karp parece todo lo contrario de Adorno. “La capacidad superior de organizar la violencia que posee EE UU”, anunció en marzo en Fox Business, “es el único motivo de que el mundo haya progresado en los últimos 70-80 años”.La retórica militante de Karp deja al descubierto la impaciencia de Silicon Valley cuando el pensamiento está desligado de la acción. Seguramente, Marx brindaría por el giro que han dado hacia la praxis: en lugar de limitarse a “debatir sobre el mundo”, tienen la voluntad, los medios —y ahora, por lo visto, “las pelotas”— que hacen falta para cambiarlo.Los vocabularios taxonómicos a los que hemos recurrido hasta ahora —élites, oligarcas, intelectuales públicos— se tambalean ante esta nueva especie. Los filósofos-reyes de Silicon Valley no son simplemente los mecenas de antaño, que financiaban gabinetes de expertos u organizaciones sin ánimo de lucro. Ahora han creado un híbrido más potente: carteras de inversión que funcionan como argumentos filosóficos, posiciones de mercado que convierten las convicciones en operaciones. Y mientras los multimillonarios de la era industrial construían fundaciones para dejar un recuerdo de su visión del mundo, los personajes actuales crean fondos de inversión que son al mismo tiempo fortalezas ideológicas.Un ejemplo es el campo de batalla de la inversión ética —el credo empresarial que responde a las siglas ESG (en inglés, criterios “medioambientales, sociales y de gobernanza”)—, en el que el dudoso intento de Wall Street de medir la virtud como si fuera un informe de resultados trimestrales se ha transformado en un foco de tensión de la guerra cultural. Las empresas reciben puntuaciones ESG que en teoría miden la gestión medioambiental, la responsabilidad social y las prácticas de gobernanza, una especie de calificación crediticia moral para las empresas deseosas de demostrar que han evolucionado y han superado la explotación despiadada de la naturaleza y de la dignidad humana.Lo peculiar, casi perversamente fascinante, es de qué manera han situado las élites de Silicon Valley su artillería en este campo de batalla, aparentemente tan alejado de su reino digital. El drama, que se ha desarrollado sobre todo en los últimos años, se sucedió con una inevitabilidad mecánica: el desprecio de Musk (“una estafa”), la denuncia de Chamath Palihapitiya (“un fraude total”), los ritos funerarios de Andreessen (“una idea zombi”).Sin embargo, cuando la praxis llama, Silicon Valley responde con inversiones, no con filantropía. Thiel, después de comparar las reglas ESG con el comunismo chino, financió Strive Asset Management, un fondo anti-ESG. Andreessen, que había sostenido un fondo cristiano pro-MAGA, New Founding, también aportó parte del capital inicial de 1789 Capital, otro bastión anti-ESG ahora fortalecido por Don Trump Jr. ¿En qué consiste la genialidad? En que han convertido sus posiciones intelectuales en arbitraje de mercado al mismo tiempo que manejan (y a menudo poseen) unos altavoces digitales que les permiten remodelar precisamente la realidad contra la que invierten.Los personajes como Andreessen juegan a ser los pequeños tecnólogos valientes de EE UU, pero ¿y si son más de lo que hace pensar esta pantomima? ¿Es posible que la huella intelectual de Silicon Valley haya dejado surcos más profundos de lo que creíamos?Tenemos ante nosotros una hipótesis polémica e inquietante: ¿y si nuestras élites tecnológicas, capaces de tantas cosas, son las mismas fuerzas —astutas, poderosas, a veces delirantes— que impulsan la “transformación estructural” de la esfera pública que Jürgen Habermas diagnosticó en sus primeros escritos?El joven Habermas, antes de que la teoría de sistemas inflara su prosa y los matices diluyeran su furia, identificó al villano con una claridad combativa: el declive del debate crítico y abierto se debía a la influencia corruptora de la concentración de poder. Qué gran verdad. Y, sin embargo… en 2023, Habermas, el académico patricio, actualizó su análisis de 1962 para preocuparse por temas como “la conducción algorítmica”, una tarea tan pintoresca como la de dedicarse a ajustar los marcos de las fotos mientras la casa se hunde en un socavón.Hoy está cada vez más claro que el mayor peligro son los oligarcas tecnológicos, y no sus plataformas dirigidas por algoritmos. Su arsenal dispone de tres instrumentos letales: la gravedad del plutócrata (unas fortunas tan inmensas que distorsionan la física básica de la realidad), la autoridad del oráculo (pensar que sus ideas tecnológicas son profecías inevitables) y la soberanía de la plataforma (la propiedad de las intersecciones digitales en las que se desarrolla la conversación de la sociedad). La adquisición de Twitter (ahora X) por parte de Musk, las inversiones estratégicas de Andreessen en Substack y el acercamiento de Peter Thiel a Rumble, el YouTube conservador, han colonizado el medio y el mensaje, el sistema y el mundo real.Debemos actualizar nuestras taxonomías para incluir esta nueva especie de oligarcas intelectuales. ¿Cómo situar a estas figuras en los grandes debates sobre los intelectuales? A finales de los años ochenta, Zygmunt Bauman esbozó dos arquetipos intelectuales: los “legisladores”, que descendían de la cima de la montaña con los mandamientos de la sociedad grabados en piedra, y los “intérpretes”, que se limitaban a traducir entre distintos dialectos culturales sin prescribir ninguna regla universal. Bauman siguió la pista de cómo iba erosionándose la postura legislativa en la posmodernidad: los grandes relatos morían; la autoridad universal se marchitaba; lo único que quedaba era la interpretación.Nuestros oligarcas intelectuales empiezan siendo los intérpretes por excelencia. Se presentan como medios tecnológicos, unos canales pasivos para unos futuros inevitables. ¿Cuál es su talento especial? Interpretar las hojas de té del determinismo tecnológico con perfecta claridad. Ellos no prescriben; se limitan a traducir el evangelio de la inevitabilidad. Y así cumplen la función “intelectual” de su identidad de doble hélice.Pero la cadena de ADN oligárquico se enrosca más. Equipados con sus visiones proféticas, exigen sacrificios específicos al público, el Gobierno y sus empleados. Altman viaja sin parar entre capitales como un Kissinger tecnológico, ofreciendo tratados de paz para guerras de IA que ni siquiera han comenzado. Musk dibuja el esquema del destino cósmico de la humanidad con la certeza de un plan quinquenal soviético. Thiel y Karp reformulan la estrategia de defensa mientras Andreessen reimagina el dinero y Srinivasan la gobernanza. Su talento interpretativo se transforma, como si fuera un camaleón, en mandato legislativo.Mientras tanto, los oligarcas intelectuales de Silicon Valley han construido puertas catedralicias a partir de lo que los posmodernistas calificaron en su día de escombros: un relato grandilocuente con palabras como “tecnología” —y “disrupción”, “innovación”, “IAG [Inteligencia Artificial Generativa] ”— inscritas en cada piedra, bajo el peso de la inevitabilidad. Hojean tomos como Lo inevitable: Entender las 12 fuerzas tecnológicas que configurarán nuestro futuro (Teell, 2018), de Kevin Kelly no como lectores, sino como editores, y escriben sus propios imperativos entre líneas. El magnate de la tecnología, que antes se conformaba con predecir el futuro, ahora exige que nos adaptemos a él.Una imagen de Elon Musk en una pantalla de Times Square, en Nueva York, el pasado mes de marzo.Eduardo Muñoz Alvarez/VIEWpress/Getty Images)Los especialistas de RAND durante la Guerra Fría quizá susurraban consejos en los pasillos del Pentágono, pero nuestros oligarcas intelectuales de hoy orquestan la sinfonía de la realidad: controlan las plataformas mediáticas, emplean el capital riesgo como bombas de saturación y perfeccionan la estrategia de Steve Bannon de “inundar la zona” hasta convertirla en una ciencia hidráulica. Combinan poderes antes dispersos en distintos ámbitos de la sociedad de tal forma que el lunes proponen futuros, el martes los financian y el viernes fuerzan su aparición. ¿Y quién cuestiona a los profetas cuyas revelaciones anteriores dieron a luz PayPal, Tesla y ChatGPT? Su derecho divino a predecir es resultado de su demostrada divinidad.Sus pronunciamientos presentan la consolidación y la expansión de sus respectivas prioridades no como un asunto de interés empresarial, sino como la única oportunidad de salvar el capitalismo. El “manifiesto tecnooptimista” de Andreessen —la encíclica digital que insta a Estados Unidos a “construir” en vez de lamentarse— rebosa referencias al estancamiento económico y asegura que la audacia empresarial es el único antídoto contra la esclerosis sistémica. Después de invocar a Nietzsche y Marinetti, decreta que la aceleración es una virtud y condena el impulso precavido por considerarlo una herejía. “Creemos que no hay problema material”, entona, “que no pueda resolverse con más tecnología”.Thiel, con su continua insistencia en que Occidente ha perdido la capacidad de crear innovaciones audaces, también evoca la imagen de un desierto tecnológico que Silicon Valley debe irrigar. Por su parte, Altman ejecuta un ágil doble paso: primero declara que la IA devorará puestos de trabajo y luego propone la renta básica universal como la única solución lógica. Todas estas no son meras perogrulladas egoístas, sino imperativos existenciales: si rechazamos sus propuestas, veremos cómo se derrumba la civilización.Este autobombo mesiánico —los oligarcas tecnológicos que se coronan a sí mismos como portavoces oficiales de la humanidad— haría que Antonio Gramsci retomara sus cuadernos de la cárcel. El marxista italiano teorizó que “los intelectuales orgánicos” eran voces nuevas de las clases ascendentes, especialmente el proletariado, que traducen unos intereses particulares en imperativos universales en la batalla por la hegemonía cultural. ¿Cuál es la amarga ironía? Que el capital ha vencido a la izquierda en su propio juego; los oligarcas intelectuales son hoy los intelectuales orgánicos (aunque no ungidos) del capital y el capitalismo ha perfeccionado en una década lo que los socialistas no consiguieron en un siglo.Entre la fría aritmética de la búsqueda de beneficios y el teatro mesiánico de la salvación de la civilización está la contradicción más reveladora de los oligarcas intelectuales: que deben extinguir las llamas revolucionarias que sus propios imperios encendieron. Su obsesiva campaña contra lo woke deja al descubierto el reflejo más antiguo del poder: la contención de sus propias contradicciones.No hay más que ver a Musk denunciando “el virus de la mentalidad woke” o a Karp criticando lo woke como “una forma aguada de religión pagana”. Andreessen, por su parte, pinta las universidades de élite como seminarios marxistas de donde salen “comunistas que odian a Estados Unidos”. Joe Lonsdale, otro magnate de la tecnología (cofundador de Palantir), ha sido la fuerza impulsora de la Universidad de Austin [ciudad de alta implantación demócrata], la universidad antiwoke que aspira a producir en masa “capitalistas amantes de Estados Unidos”.Para rastrear los orígenes de esta inquietud oligárquica es necesario revisar la teoría de “la nueva clase” propuesta por el sociólogo radical estadounidense Alvin Gouldner en los años setenta. Gouldner identificó a unos “intelectuales tecnológicos” cuyo ADN incluía un potencial revolucionario. Aunque parecían dóciles —”sin más deseo que disfrutar de sus obsesiones opiáceas con los rompecabezas técnicos”—, su propósito fundamental era “revolucionar continuamente la tecnología” y negarse a adorar a los viejos dioses. La alianza de la nueva clase imaginada por Gouldner —entre ingenieros racionales e intelectuales culturales— iba a desafiar al capital asentado. Como han demostrado las décadas posteriores, esta utopía nunca acabó de materializarse (aunque algunos reaccionarios como Bannon y Curtis Yarvin, con su noción conspiranoica bautizada como “la Catedral”, quizá no estarían de acuerdo).Sin embargo, Silicon Valley surgió como una extraña excepción. Los soldados de a pie —aunque no siempre los generales— se criaron entre ideales contraculturales como la diversidad y las jerarquías horizontales. Los investigadores que indagan en las trincheras de la tecnología detectan incluso una incipiente “subjetividad posneoliberal”, una conciencia alérgica a cuestiones como la desigualdad.Las pruebas no son meramente anecdóticas. Un exhaustivo estudio de 2023 sobre las donaciones políticas hechas por 200.000 empleados de 18 sectores mostró que los trabajadores del sector tecnológico son especialmente antisistema, solo superados en su fervor progresista por los bohemios del mundo del arte y el espectáculo.Lo más revelador de ese estudio fue la enorme discrepancia entre los empleados tecnológicos progresistas y sus jefes derechistas, el sector —salvo en dos— en el que más grande era esa división. Esa brecha resultó ser una bomba de relojería que estalló al principio del primer mandato de Trump. Catalizada por sus políticas torpes pero agresivas —sobre inmigración, raza y guerra—, los “intelectuales tecnológicos” dejaron de ser dóciles mecanógrafos para transformarse en disidentes digitales.Los oligarcas se toparon con una emboscada tendida desde dentro: de repente, las legiones de tendencia progresista de sus empresas se negaron a utilizar su destreza técnica en beneficio de las máquinas de sangre del Pentágono o para facilitar la directiva de deportación del ICE [Servicio de Control de Inmigración y Aduanas]. Estas revueltas —en Google, Microsoft o Amazon— ponían en peligro no solo los acuerdos contractuales, sino el pacto esencial que ataba Silicon Valley con el complejo militar-industrial. El segundo frente de la rebelión —la conciencia climática— surgió con fervor evangélico cuando los empleados de Amazon hicieron público su manifiesto ecologista y se declararon capaces de “redefinir lo que es posible” para la salvación del planeta.Para los oligarcas, esta doble rebelión contra el militarismo y a favor de la gestión medioambiental —por no hablar de otros quebraderos de cabeza como los criterios ESG— era un tumor maligno que había que extirpar de inmediato. Ante la imposibilidad de reprogramar directamente a su fuerza laboral, los oligarcas intelectuales de Silicon Valley adoptaron una solución más elegante: condenar la infiltración de lo woke con la misma pasión de los cazadores de brujas medievales, al tiempo que disfrazaban la seguridad nacional con la retórica del deber patriótico.Karp, que ya ha sentenciado que lo woke es el “principal riesgo para Palantir y EE UU”, ahora exige lealtad geopolítica a sus servidores en nómina. Tienen que apoyar a Israel y oponerse a China; y quienes no estén de acuerdo son libres de buscar trabajo en otro sitio. Según declaró recientemente Andreessen a The New York Times, muchos sospechaban que algunos entraban a trabajar en empresas tecnológicas con el propósito explícito de destruirlas desde dentro.Sam Altman, consejero delegado de OpenAI, en una charla en Seúl, el pasado mes de febrero.Chris Jung (NurPhoto/Getty Images)Todas estas declaraciones siguen una estrategia de una sencillez brutal: restablecer una alianza entre la clase intelectual tecnológica y el poder del dinero antiguo, para lo que había que eliminar todo pensamiento subversivo. La consecuencia ha sido que los oligarcas intelectuales se han convertido en una entidad social estable y coherente. De lo que no hay duda es de que no se retirarán ni siquiera después de aplastar a sus enemigos woke y a los amantes de las normas ESG.No llegan al Washington de Trump como invitados, sino como arquitectos. Su maquinaria de manipulación de la realidad —inyecciones de dinero, control de las plataformas, burocracias que se pliegan para traducir la fantasía privada en política pública— ejerce un poder sin precedentes. Carnegie y Rockefeller inspiraban respeto, pero no disponían de un arsenal tan letal: la caja de truenos de las redes sociales, el aura de las celebridades, la motosierra del capital riesgo, la llave maestra del Ala Oeste. Con su capacidad de reescribir las normas, canalizar los subsidios y recalibrar las expectativas públicas, transmutan los sueños febriles —feudos de blockchain, colonias en Marte— en un futuro aparentemente verosímil.Por suerte, la aparente fortaleza monolítica del poder tecnooligárquico esconde defectos estructurales que los observadores devotos no ven. Paradójicamente, su evidente capacidad de tergiversar la realidad como les conviene se desautoriza a sí misma porque construyen unas cajas de resonancia que aplastan la crítica esencial mientras ensalzan la libertad de expresión. Separados del toque de mordacidad de los hechos sin adornos, estos pontífices de Silicon Valley pierden sus instrumentos de navegación. Y en un panorama ya lleno de muestras de culto al fundador, el contacto con la realidad sin filtros escasea cada vez más.Este es uno de los numerosos aspectos en los que la política no se parece en nada a los negocios. El capital riesgo habitual tiene que hacer frente al frío juicio del mercado. Los capitalistas que proclamaron que WeWork era el futuro del trabajo vieron que las realidades de la pandemia pinchaban la burbuja. El mercado, pese a todas sus imperfecciones, pone a prueba de forma periódica las hipótesis de inversión de cada uno.En cambio, el poder oligárquico ofrece una tentación más oscura: ¿por qué ajustar las predicciones para que encajen con la realidad cuando se puede manipular la realidad para dar validez a las predicciones? Cuando Andreessen Horowitz anuncia que la criptomoneda es la sucesora inevitable de la banca, a continuación no viene la adaptación, sino la activación: desplegar el peso del gobierno de Trump para transformar la profecía en política. La colisión entre las fantasías arriesgadas y la terca realidad es evitable cuando se poseen las palancas para reconfigurar la propia realidad. Y esa es la maniobra suprema: los oligarcas intelectuales reconfiguran la legislación, las instituciones y las expectativas culturales hasta que la profecía y la realidad se funden en una sola alucinación (gracias a ChatGPT, por supuesto).Ahora bien, la realidad mantiene su punto de ruptura, una lección que los burócratas soviéticos aprendieron cuando sus ficciones cuidadosamente elaboradas se estrellaron contra las limitaciones materiales. El Partido Comunista Chino, más astuto en sus métodos, construyó unos sistemas de recopilación de quejas de varios niveles —foros digitales, funcionarios locales, ONG aprobadas— que proporcionaban información crucial sobre posibles turbulencias.Los oligarcas intelectuales manifiestan el instinto opuesto: están siguiendo el modelo soviético. El aparato DOGE de Musk convierte a los empleados que no despide en maniquíes que asienten con la cabeza, mientras que su equipo va a la caza de los disidentes a través de las plataformas digitales con una eficiencia algorítmica. Al optar por negar la realidad como los soviéticos en vez de controlarla como los chinos, han creado unas cajas de resonancia que, en última instancia, romperán sus grandes proyectos.La ironía hiere: estos hombres que ven comunistas al acecho por todas partes están a punto de perfeccionar el pecado capital de la tecnocracia soviética, que es confundir sus elegantes modelos con la realidad rebelde que pretenden domesticar.La verdad es que no deberíamos sorprendernos tanto: cuando los oligarcas intelectuales se apoderan del aparato más poderoso de la historia, es inevitable que se transformen en apparatchiks, aunque ellos se vayan de vacaciones a acampar en el festival Burning Man en vez de los ostentosos sanatorios de Crimea. Es posible que Elon Musk empezara como Henry Ford, pero terminará como Leónidas Breznev.Evgeny Morozov, (Soligorsk, Bielorrusia, 1984) es doctor en Historia de la Ciencia por la Universidad de Harvard, fundador de The Syllabus (una plataforma de curaduría del conocimiento) y autor de La locura del solucionismo tecnológico (2015).Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia. 


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