El Madrid es una máscara cada vez menos imponente que se derrite cada vez más rápido, y en Álava no hubo excepción del signo de los tiempos de la temporada: maquillaje a cargo de Courtois y Mbappé, casi siempre en acciones solitarias y heroicas desconectadas del juego coral, y luego un lento hundimiento que a veces afecta al marcador y otras veces no (de nuevo Courtois). En Álava el partido empezó como comedia involuntaria. Kylian Mbappé sufrió un golpe en la rodilla, se agachó durante momentos delicados, miró a la banda inquieto y se dedicó a cojear durante varios segundos hasta que le mandó un pepinazo Fede Valverde. Se olvidaron sus males: controló con la izquierda salvando un contrario y disparó a trompicones. Un poco más tarde, el balón le llegó en profundidad al delantero francés. Se deshizo de su marcador bailando a ratos: varios toques al balón a toda velocidad de tal forma que el jugador del Alavés no sabía si meter la pierna o no, o cuándo. Lo decidió después de que Mbappé metiese el gol, un golazo, otro golazo más. El marcador no asustó al Alavés ni animó al Madrid. Al equipo le falla el motor, las ganas, el ingenio. Con balón es deprimente, sin él aún existe la posibilidad de una contra de sus cohetes arriba. El problema de fondo, sin embargo, no es estrictamente futbolístico, o no solo. El Madrid vive instalado en una contradicción incómoda: depende de Mbappé como si llevara diez años en el club, pero el francés aún no sabe exactamente qué tipo de equipo es este, ni qué se espera de él más allá de que resuelva el tedio. Hay noches, como esta de Álava, en las que a Mbappé no se le pide que juegue bien: se le pide que arregle el marcador. Que sus goles ordenen de forma retroactiva un juego que nunca existió.La paradoja está en que el Madrid de esta temporada, tan falto de ideas, tan pobre en mecanismos, solamente brilla cuando la jugada se rompe, cuando el caos se abre como un pasillo.Lo de Álava fue un ejemplo perfecto. El golazo de Mbappé pareció anunciar uno de esos encuentros que el Madrid de otras épocas resolvía por pura inercia. Pero este Madrid no tiene inercia: tiene vértigo. Toca y vuelve a tocar, siempre al pie, siempre en horizontal, al borde de una melancolía que se mastica. Y cuando pierde la pelota, cuando el ritmo lo marca otro, se viene abajo como si descubriera de pronto que lleva semanas viviendo por encima de sus posibilidades. A veces el resultado acompaña, a veces no. Da igual: la sensación es la misma, la de un equipo que juega con máscara y sin pie. El Madrid necesita luz propia. Necesita recuperar la sensación de que domina los partidos, no de que los sobrevive. La temporada aún ofrece tiempo para la reconstrucción, pero el reloj hace más ruido que nunca. Puede pasar de todo porque los ojos viejos y cansados del madridismo han visto de todo. Ahora es un equipo que depende del jugador más determinante del mundo sin saber muy bien cómo integrarlo en una idea, porque la idea ya no está. Y mientras tanto, el campeonato avanza y el Madrid sigue ahí, ganando 1-2 sin saber muy bien por qué, como si cada victoria fuese una pequeña excepción al clima general de resignación.

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