Me empeño en escribirlo. Un libro que no cuenta nada y lo dice todo. Que no sirve para pagar la hipoteca ni cruzar la calle a ciegas. Quea veces, eso te hace despejar. No necesitas cohetes ni hongos para ir a otros mundos. Basta con abrir un libro. Y ahí está, algo que nos hila, que nos narra, un relato, una novela que nos habla, que nos hace habitar el mundo. Lo que hacen los libros es ayudarnos a encontrarnos, a dar con uno mismo. A menudo vamos hasta el fin del mundo para toparnos con nosotros, para dejar de extraviarnos. Pero quizás no haga falta ir tan lejos para buscarse y encontrarse. Estamos a la vuelta de la esquina. O a la vuelta de un libro. Más informaciónCon el nuevo siglo nos hemos vuelto más idiotas. Por primera vez la inteligencia humana se está achicando. La estupidez es una honda expansiva que no necesita de botón nuclear. Solo necesita que nos dejemos llevar, y esa dejadez es de destrucción masiva. Quizás estemos asistiendo a una merma de nuestras narraciones, saber, querer decir quiénes somos, lo que deseamos. Delegamos en las máquinas nuestros cuentos, nuestros relatos, nuestra capacidad de narrar, de contar. Cierto, nos quedarán siempre Homero, Dante, Cervantes o Joyce. Sin embargo, abundan ahora los hombres huecos, sin troncos ni brazos, cada vez más mermados en sí mismos, sin trama ni argumento. Multiplicamos los barridos, los berridos, dándole a la tecla, buscando en el menú de opciones, como si allí estuviera la solución a todo este caos de hechos, de días. Los códigos de barras, sin embargo, no son teoremas y, menos aún, poemas. Ahora podemos hacer música con la mente, a través de electrodos que leen la actividad cerebral. Incluso a un músico le extrajeron células de su sangre, le retrasaron el reloj biológico, para que se transformen en células madre. Y esas neuronas, una vez fallecido el músico, años después, se activaron para hacer música. De modo que ahora podemos componer, quizás pronto escribir, e incluso pintar después de la muerte. La música, el cuento, el lienzo venido del más allá, del cielo a la tierra en línea recta. También existen inteligencias artificiales que reproducen la voz, sus silencios y sus empujones, que improvisan guiones, adelantan respuestas. Y otras que pintan o resuelven enigmas como, por ejemplo, qué paleta de colores ha utilizado Klimt en obras destruidas, perdidas. Así, a partir de fotografías en blanco y negro de la desaparecida aula magna de la Universidad de Viena, la inteligencia artificial reconstruyó los colores utilizados por el artista. Y, obviamente, el estilo de colorear, la velocidad del trazo, todo puede ser reconstruido ahora por las máquinas. Basta con entrenar el algoritmo y hacerle engullir todos los datos para rescatar a golpes de píxeles los pigmentos. Sin embargo, ninguna inteligencia artificial nunca sabrá lo que es dar un beso, o no darlo, perderlo para siempre. Lo que es leer un libro o, peor, escribirlo, hacer algo tan absurdo e inútil, tan estéril, y vanidoso a veces, como abrir una página tras otra página, llenar ese vacío de palabras, y creer que esa nada un día se olvidará de nosotros, no nos tragará como la boa del tiempo. Para ello, además, hay que ponerse en modo avión, dejar el móvil en el trastero o algún que otro cajón. Y entonces veremos cómo el cuerpo se desinflama, como el cortisol empieza a encoger. De pronto, miramos alrededor. Para no aburrirse no necesitamos liturgias, sotanas rojas en los telediarios, cardenales con los cuerpos desnudos por debajo, repletos de pasiones, intestinos, clavículas, hígados, vesículas, corazones, todos ellos esperando ansiosos la fumata blanca, la revelación del humo. Quizás habrá que inscribir esa novela del conclave, el del medievo. Cuando había venenos y dagas, cuando conseguir asomarse al balcón, con la sotana blanca, la cruz de oro, la estola bordada, era toda una hazaña, cuando otra cosa que oros, pedrerías, y pantuflas. Quizás habrá que volver a ponerse manos a las manos, a escribir de nuevo cuentos, narraciones, historias, que nos digan, que nos habiten, que no sean puros impulsos eléctricos, pura evanescencia.
Un libro inútil | Cultura
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